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Deuteronomio 34

Comentario de Sutcliffe sobre el Antiguo y el Nuevo TestamentoComentario de Sutcliffe

Versículos 1-12

Deuteronomio 34:1 . Mois�s subi� a la cima de Pisga. Los jud�os, con el consentimiento general, admiten que este cap�tulo fue escrito o copiado en el texto por Esdras, el escriba listo, profeta y doctor de la ley.

Deuteronomio 34:4 . Esta es la tierra. Si Mois�s pudo ver Dan Lais y el mar m�s alejado, el Mediterr�neo, pudo ver claramente el L�bano, porque la frontera de Neftal� llegaba hasta el pie de esa monta�a; para que pudiera, en una vista imponente, ver casi la totalidad de la tierra prometida. �Oh cristiano! Que tus ojos vean y tus o�dos oigan repetidas esas palabras de bienvenida: "Esta es la tierra"; un pa�s mejor que el que vio Mois�s.

Deuteronomio 34:6 . Nadie conoce su sepulcro. La raz�n com�nmente asignada es que los hebreos no sean seducidos a la idolatr�a, que se practicaba mucho en los sepulcros de los santos. Judas afirma en la tradici�n, que Satan�s contendi� sobre el cuerpo de Mois�s, para que se conociera su tumba, con miras a corromper al pueblo.

Deuteronomio 34:10 . No se levant� profeta como Mois�s, a quien el Se�or conoci� cara a cara. Por eso Maim�nides, en honor a los viejos rabinos, lo llama pr�ncipe de los profetas. Tuvieron visiones y revelaciones; Mois�s tuvo visiones abiertas. Su trabajo fue grandioso y la gracia estuvo a la altura de su d�a.

REFLEXIONES.

Habiendo seguido al profeta a trav�s de los cansados ??pasos de la vida, ahora llegamos a la escena final. Corresponde a toda la gracia de a�os anteriores: y la piedad m�s ejemplar que hab�a distinguido su car�cter a trav�s de una larga y laboriosa peregrinaci�n, podemos considerarla como el fundamento de su muerte triunfante. Cuando fue llamado por Dios para emancipar al pueblo, renunci� a los placeres de la corte egipcia.

Olvid�ndose de sus esperanzas principescas, afirm� estar relacionado con un pueblo pobre y oprimido, y estim� el oprobio de Cristo m�s riquezas que los tesoros de Egipto, porque ten�a respeto por la recompensa de la recompensa. Durante sus cuarenta a�os de exilio en Madi�n, pobre como pastor, estuvo contento y feliz con su suerte. Rodeado de pac�ficos reba�os, y lejos de las intrigas de una corte, sabore� todos los encantos de la soledad y del intercambio con el cielo sin ser molestado.

Estos h�bitos, fuente inagotable de reposo divino, hab�an pose�do tanto su alma, que fue dif�cil que el Dios de sus padres pudiera expulsarlo para emancipar a su pueblo. Pasando a la vez de los cuidados de un pastor a los deberes de un rey, aunque tuvo que formar un pueblo brutal a todos los h�bitos de la sociedad civil y religiosa; aunque su bondad fue correspondida con provocaciones e insultos m�s all� del ejemplo; sin embargo, nunca abandon� su cargo.

Israel era para �l como sus propias entra�as: los condujo por el desierto hasta los l�mites de la tierra prometida. En la terrible revuelta, cuando adoraron al becerro; cuando Israel estuvo al borde, al borde mismo de la destrucci�n; cuando Dios mismo, todo indignado con su pueblo, tent� a Mois�s para que no orara, redobl� todos los esfuerzos de intercesi�n e interpuso su propia vida entre la venganza y el pueblo.

Y cuando el cielo manifest� su placer de que viera la tierra y muriera, toda su solicitud estaba todav�a por el pueblo. Rog� al Se�or que le diera un sucesor y renunci� a su cargo con una alegr�a que exced�a la desgana con que se hab�a asumido. Pas� el tiempo que le quedaba por completo en asuntos divinos. Recit� la ley y renov� el pacto. El �ltimo d�a lo pas� por completo recitando salmos y derramando bendiciones sobre todas las tribus.

As� viaj� por la vida a pasos iguales y termin� su carrera con cada vez m�s fuerza. Se acerc� a la eternidad como las ricas gavillas de la mies y los racimos de la vendimia, lleno de toda sabidur�a y maduro en todas las virtudes.

Pero todas estas gracias brillantes parec�an derivar un brillo de la sombra de una sola falla; y todos sus elevados honores encontraron un lastre en la sentencia, para no entrar en la tierra prometida. En Meriba, cuando la gente se desmay� por agua, los ancianos presentaron sus quejas con una insolencia amenazante que condujo a una ruptura abierta. La ira encendi� la ira, y la violencia de la contienda fue poco menos que la guerra.

Pero el Se�or, compadeci�ndose de su pueblo, le orden� que tomara su vara y hablara a la pe�a adyacente. Los ancianos lo acompa�aron, acus�ndolo todo el camino de enamoramiento, y �l a cambio los acus� de rebeli�n. Con este esp�ritu triste se dirigi� al granito de piedra, pero no escuch� su voz; lo golpe� con su vara, pero no produjo agua. De pie as� consternado ante el pueblo, y aparentemente enga�ado en su misi�n, o abandonado por su Dios, vio la grandeza de su pecado; porque el Se�or no reconocer� a sus siervos cuando hagan su obra con un esp�ritu incorrecto.

Pero aunque la roca se hab�a burlado del golpe de Mois�s, la gracia, en ese momento, hizo que las aguas del arrepentimiento fluyeran de su coraz�n. El hombre de pecado fue herido dentro de �l; todo vestigio de corrupci�n que habitaba en �l pareci� desvanecerse, y se convirti� en el hombre m�s manso de la faz de la tierra. En esta terrible ocasi�n, si no hubiera sido por el regreso de la gracia, hab�a sido v�ctima de la revuelta. Se qued� alarmado ante los airados ancianos, como los disc�pulos ante la multitud infiel, cuando hab�an intentado en vano curar al endemoniado.

Pero el mismo Se�or que aplac� sus temores curando al muchacho, acudiendo en ayuda de Mois�s, cubri� su alma con una nube de compasi�n y gracia. Todo renovado por el regreso de la presencia divina, se aventur� con mano temblorosa a golpear la roca por segunda vez; y he aqu�, estall� con un torrente de vida sobre el pueblo. Pero el Se�or, cuya gracia siempre est� custodiada con justicia, sentenci� a su siervo a no entrar en la tierra prometida.

A San Pablo tambi�n le fue dado un aguij�n en la carne, para que no se glor�e en la abundancia de sus revelaciones. El ap�stol rog� en vano al Se�or tres veces que lo quitara. Mois�s s�lo una vez, ni siquiera eso, hasta que se acerc� a la tierra y dijo: D�jame pasar y contemplar el hermoso monte y el L�bano; sin embargo, no pudo prevalecer por m�s que una mitigaci�n, una graciosa en verdad, para ver la tierra y morir.

Lector, fija tu mirada en este divino personaje. Cansado de dar un final glorioso a los deberes de la vida, he aqu� que duerme tranquilo por la noche. Sue�os de fatigas pasadas y esperanzas futuras deleitan su alma. La serenidad del cielo descansa en su rostro, mientras una hueste de �ngeles custodia su pabell�n y aguarda las glorias del d�a que se acerca. Mira, se levanta con el amanecer m�s temprano, ni se demora en su lecho hasta que el resplandor del oriente dora las c�maras del occidente.

Se arrodilla un momento para adorar y, sonriente, se despide de una tienda tan a menudo santificada por la presencia de Dios. Impaciente por la demora y lleno de esperanza inmortal, se escapa del campamento, dejando miles de bendiciones. Con toda la agilidad de la juventud, asciende la cresta de Abarim, apuntando directamente a Nebo y la cima de Pisgah. A su llegada, la naturaleza le hab�a hecho arreglos para la visi�n. Las nubes hab�an arrojado una suave cortina sobre los cielos m�s altos; el sol acababa de salir con un rayo de luz, hab�a iluminado todas las llanuras y dorado los declives de las colinas occidentales.

Toda la faz de la naturaleza, despojada del atuendo del invierno, acababa de asumir los encantos de la primavera. El veloz Jord�n, que se divirti� en las llanuras y serpenteaba en las monta�as, descubri� sus arroyos plateados desde Galaad hasta Dan; hacia el sur traz� la crecida inundaci�n, hasta el lago de Sodoma. Una infinidad de ganado reci�n levantado de su lecho de hierba, engordaba en los verdes prados. Los t�midos reba�os, que se aventuraban cautelosamente a salir de sus corrales, hab�an comenzado a cosechar la hierba de los terrenos en ascenso.

El L�bano en el norte y todos sus collados vecinos estaban coronados de cedros. Todos los lugares accidentados, yermos en otros pa�ses, estaban aqu� adornados con la vid de manto. Los campos de cebada, cambiando a una tonalidad dorada, invitados por su abundancia. Las ciudades amuralladas, en todas partes elevando sus atrevidas torres sobre los jardines circundantes, dieron un final a los encantos del paisaje. Qu� contraste entre Cana�n y el cansado desierto.

�Qu� pa�s: delicioso como el jard�n del Se�or! Pero ah, sus habitantes no eran dignos. Afeminados por el h�bito, a�n dorm�an seguros en sus pecados; ni so�aron que la venganza, reprochada durante mucho tiempo con supine, estaba justo a la puerta. Sus sacerdotes, enamorados como ellos mismos, no vieron el peligro ni dieron la alarma: y sus divinidades eran obra de sus propias manos. Ah, as� ser� en los �ltimos d�as, cuando el Hijo del Hombre venga de repente a sorprender y castigar al mundo malvado e infiel.

Pero el alma santificada de Mois�s ascendi� de los aspectos de la naturaleza a la contemplaci�n de la gracia. Una voz que le dec�a: Esta es la tierra que di a tus padres; �l sigui� las huellas de Abraham, desde Har�n hasta la encina de Mamre. Contempl� Moriah, donde se hizo una oblaci�n de Isaac, y donde JEHOV� le jur� a un gusano. No muy lejos vio Betel, donde Jacob, exiliado con su bast�n en la mano, vio la visi�n y recibi� la promesa; donde volvi� a construir un altar y pag� sus votos, luego de regresar con la cola de un patriarca.

Vio el valle de Jaboc, en el cual el mismo patriarca, apenas escap� de la furia de Lab�n, y ahora amenazado con Esa�, luch� con Dios hasta que obtuvo la bendici�n, y hasta que el coraz�n de su hermano se abland�. Vio m�s: vio la fidelidad y la misericordia de Dios mostradas en la amplia escala de cuatrocientos treinta a�os. Vio las hermosas tiendas de Jacob, numerosas como las arenas de la playa salada, listas para recibir la promesa.

Vio todo este Cana�n, la herencia del pacto, invit�ndolos a purgar sus cr�menes con la espada, y una vez m�s a santificarlo con el arca y el altar del Se�or. Aqu� las perfecciones de su Dios brillaron demasiado para la fr�gil humanidad. Su alma fue dominada por la visi�n y su cuerpo se apoder� de sensaciones nunca antes conocidas. La naturaleza, vencida por el peso de la gracia, implor� liberaci�n, en un lenguaje como el de Sime�n: Se�or, ahora deja que tu siervo se vaya en paz, porque mis ojos han visto tu salvaci�n.

Su fuerza, que nunca antes hab�a fallado, ahora lo abandon�. Sus ojos, que nunca hab�an estado apagados, ahora estaban velados por una nube. Pero as� como el viajero, estirando sus miembros cansados ??por la noche en un sof�, pasa r�pidamente del reflejo al sue�o, Mois�s abri� los ojos y la luz brill� m�s intensamente que antes. Vio el Cana�n, y con encantos que no se pueden describir. Habi�ndose desmayado en la contemplaci�n de Dios y sus obras, vio el trono de JEHOV� justo delante de �l.

Vio a Abraham, Isaac y Jacob, y una multitud de santos patriarcas rode�ndolo con miradas y saludos divinos. Dejando el cuerpo en un polvo indistinguible, no supo que se estaba muriendo hasta que pas� el valle de la muerte.

Información bibliográfica
Sutcliffe, Joseph. "Comentario sobre Deuteronomy 34". Comentario de Sutcliffe sobre el Antiguo y el Nuevo Testamento. https://beta.studylight.org/commentaries/spa/jsc/deuteronomy-34.html. 1835.