Bible Commentaries
San Juan 20

Comentario Bíblico de SermónComentario Bíblico de Sermón

Versículo 10

Juan 20:10

Cristo no en el sepulcro

I. Los dos disc�pulos se fueron creyendo, porque encontraron que Cristo no estaba en el sepulcro. Pero Mar�a Magdalena vino y les dijo que lo hab�a visto resucitar y hab�a escuchado su voz con sus o�dos. Lo que ella les dijo a Pedro y Juan, ahora nos lo est�n contando Pedro y Juan. Nos dicen que le han o�do, que le han visto con los ojos, que le han mirado, s�, que le han tocado con las manos.

Podemos confiar en su testimonio, como ellos confiaron en el de ella, estando muy dispuestos a creer que �l estaba vivo, porque hab�an descubierto que no estaba entre los muertos. Y as� nosotros, encontrando que no est� entre los muertos, viendo y conociendo los frutos de su evangelio, los frutos vivos y siempre crecientes de �l, bien podemos creer que su Autor ha resucitado, y que los dolores de la muerte fueron desatados desde el principio. �l, porque no era posible que �l fuera retenido por ellos. De esta manera, como los dos disc�pulos, se puede decir que todos somos testigos de la resurrecci�n de Cristo.

II. Pero esto ya pas�, como con los dos disc�pulos, y vamos de nuevo a nuestras propias casas. All�, no est�n presentes ante nosotros ni el sepulcro vac�o ni el Salvador resucitado, sino escenas comunes y ocupaciones familiares, que en s� mismas no tienen nada de Cristo. �No podemos esperar que Cristo y el Esp�ritu de Cristo nos visiten mientras estamos en estos nuestros llamamientos diarios, como vino a sus disc�pulos Pedro y Juan cuando segu�an sus negocios como pescadores en el lago de Genesareth? �C�mo podemos hacer que �l nos visite? Hay una respuesta mediante la oraci�n y la vigilancia.

Todos tenemos en verdad un gran llamado todav�a por delante; y con respecto a eso todos nos estamos preparando todav�a. Y para ese gran llamado, com�n a todos nosotros, todos necesitamos la misma disposici�n com�n; y esa disposici�n se efectuar� en nosotros s�lo por los mismos medios, si ahora, antes de que venga, Cristo y el Esp�ritu de Cristo, en nuestros hogares y llamamientos diarios, sean persuadidos para que nos visiten.

T. Arnold, Sermons, vol. iv., p�g. 190.

Referencia: Juan 20:10 ; Juan 20:11 . J. Key, Christian World Pulpit, vol. vii., p�g. 211.

Versículos 10-18

Juan 20:10

Mar�a Magdalena en el Sepulcro

Podemos ver las siguientes cosas en este pasaje:

I. El dolor de Mar�a. (1) Ella busc� a un Cristo perdido y lo busc� donde no se lo pod�a encontrar. (2) Ella no lo reconoci�, aunque estaba tan cerca de ella. (3) Confundi� la obra divina con la del hombre. "Se han llevado a mi Se�or, y no s� d�nde lo han puesto".

II. La fuerza del amor de Mar�a.

III. La imperfecci�n de la fe de Mar�a.

IV. Mensaje de nuestro Se�or enviado por Mar�a. (1) Fue un mensaje de perd�n. (2) Un mensaje de afecto continuo e inquebrantable. "Ve y d�selo a Mis hermanos ".

C. Breve, Christian World Pulpit, vol. xxi., p�g. 235.

Referencias: Juan 20:11 . H. Scott Holland P�lpito de la Iglesia de Inglaterra, vol. xi., p�g. 232. Jn 20: 11-14. E. Blencowe, Plain Sermons to a Country Congregation, p�g. 218.

Versículos 11-18

Juan 20:11

Primera aparici�n del Se�or resucitado

I. Era un cuerpo real que se le apareci� a Mar�a. "No me toques", dijo Jes�s. Entonces fue posible tocarlo. De lo contrario, la prohibici�n era innecesaria. La sabidur�a nunca nos dice que hagamos lo que no se puede hacer. El rostro que la mir� no era un destello gris y espantoso; la voz que escuch� no era una voz muerta. La forma que vio no era una forma que temblara en el crep�sculo en el interior de la tumba, sino una que se alzaba con valent�a en el c�lido, claro y alegre d�a de afuera.

II. Tenemos en las palabras "No me toques", una suave reprimenda, que apunta a la falta de espiritualidad en la fe de Mar�a. Incluso sus pensamientos de adoraci�n de Jes�s no parec�an elevarse m�s alto que una presencia encarnada; en su opini�n, el objeto supremo de la fe pod�a tocarse con los dedos; s�lo pod�a pensar en un Rabboni cuyos pies pod�a agarrar y cuyas prendas pod�a aferrarse. Justo ahora, al menos, su alma se estaba pegando al polvo y estaba encerrada en el mundo de las vistas, los sonidos y los toques.

Las palabras de Jes�s fueron para disciplinar y elevar su fe, y para quebrantarle la verdad de que �l ya no se revelar� bajo las formas del tiempo y en el mundo de las sensaciones, sino al alma.

III. Se nos ense�a que aunque Mar�a tuvo este freno al comenzar a tocar al Cristo resucitado, todos los disc�pulos pueden tocarlo, ahora que est� en el cielo. Esta es la conclusi�n natural del lenguaje: "Porque todav�a no he ascendido a mi Padre". La palabra todav�a transmite la inferencia de que cuando �l ascendiera, ella podr�a tocarlo tanto como quisiera.

IV. Es posible que estas palabras incluyan un mandato a Mar�a de no retrasar su misi�n a los disc�pulos. "No me toques", podr�a haber significado "No te demores". Es casi como si hubiera dicho: "Mar�a, ahora no hay tiempo para tiernas intimidades y relaciones sexuales prolongadas; tengo este empleo m�s importante para ti; acude a ellos de inmediato, porque deben apresurarse si quieren verme". ; y debes darte prisa si les avisas con la debida antelaci�n ". As� que ahora, Cristo siempre nos est� llamando a dejar de lo pasivo a lo activo, del disfrute personal al servicio pr�ctico.

C. Stanford, Del Calvario al Monte de los Olivos, p�g. 125.

Referencias: Juan 20:11 . Homilista, segunda serie, vol. iii., p�g. 283; Homiletic Quarterly, vol. iv., p�g. 263.

Versículo 13

Juan 20:13

Hay una raz�n en las l�grimas de Mar�a, porque

I. Muestran su amor fuerte y tierno, la m�s razonable de todas las formas posibles de amor, el amor que ten�a por el perfecto Ser moral, nuestro Se�or Jesucristo.

II. Expresaron su amarga decepci�n. Ella hab�a venido a buscarlo y �l se hab�a ido. "Se han llevado a mi Se�or".

III. Implican que ella anhela m�s conocimiento acerca de �l del que tiene hasta ahora.

IV. Son las arras de su perseverancia.

HP Liddon, Penny Pulpit, No. 937.

Referencias: Juan 20:13 . Parker, Arca de Dios, p�g. 162. Christian World Pulpit, vol. VIP. 198; vol. x., p�g. 362. P�lpito de la Iglesia de Inglaterra, vol. iii., p�g. 183. Jn 20: 14-16. JG Rogers, Christian World Pulpit, vol. vii., p�g. 193.

Versículo 15

Juan 20:15

Cristo el jardinero

El error que cometi� Mar�a al suponer que Jes�s era el jardinero, sugerir� algunos pensamientos provechosos para la Pascua. "El tiempo es primavera", como el buen obispo Andrews comenta con su manera dulce y pintoresca, "y el lugar es un jard�n, la aparici�n de Cristo como jardinero tiene algo de decoro". En cierto sentido, como dijo San Gregorio, Cristo bien puede ser llamado jardinero, y de hecho lo es. Cristo es siempre lo que parece ser.

I. El hombre comenz� su carrera terrenal en un jard�n, y Jes�s, el Verbo Divino que hizo todas las cosas, fue el Creador de este para�so temporal. En ese sentido, por lo tanto, puede ser considerado un jardinero.

II. Una vez m�s, en su gloriosa resurrecci�n de entre los muertos, s�lo ejemplific� el llamamiento de un jardinero. Tampoco es esto para poner fin a Su poder obrador de maravillas. En virtud de su propia resurrecci�n, tambi�n resucitar� nuestros cuerpos. "�l convertir� todas nuestras tumbas en huertos".

III. Jes�s, como jardinero, riega y cultiva las plantas que su diestra ha plantado con sus gracias celestiales, otorgadas en respuesta a la oraci�n de los creyentes; y en la devota recepci�n del santo sacramento, refresca y revive el alma.

JN Norton, Old Paths, p�g. 259.

Referencias: Juan 20:15 . Spurgeon, Sermons, vol. xxix., n� 1699; Ib�d., Mis notas para sermones: Evangelios y Hechos, p�g. 163; JM Neale, Sermones para ni�os, p�g. 121; P�lpito contempor�neo, vol. vii., p�g. 233; Preacher's Monthly, vol. ix., p�g. 252; G. Brooks, Quinientos contornos, p�g. 388; JM

Neale, Sermones, segunda serie, vol. i., p�g. 68. Juan 20:15 ; Juan 20:16 . CC Bartholomew, Sermones principalmente pr�cticos, p�g. 75.

Versículos 15-23

Juan 20:15

Adem�s de la ausencia de todo aviso de la madre de nuestro Se�or, pocas cosas son m�s notables en la narraci�n del per�odo posterior a la resurrecci�n que el silencio respecto a Juan.

I. John naci� como un amante del reposo, del retiro. Dejado a s� mismo, nunca habr�a sido un hombre aventurero o ambicioso. Pero no confundamos la d�cil gentileza de John, con ese esp�ritu de f�cil obediencia que evita toda contienda, porque no siente que haya nada por lo que valga la pena luchar. Debajo del exterior tranquilo y suave de John hab�a una fuerza oculta. En la mezquina y vulgar lucha de peque�as pasiones terrenales, Juan podr�a haber cedido donde Pedro se habr�a mantenido firme.

Pero en escenas m�s emocionantes, bajo pruebas m�s formidables, John se habr�a mantenido firme donde Peter podr�a haber cedido. Y hab�a tanto calor latente como fuerza latente en John. Como los rel�mpagos acechan en medio de las c�lidas y suaves gotas de la ducha de verano, la fuerza de un celo encendido por el amor acechaba en su esp�ritu gentil.

II. No confundamos la sencillez de John con la superficialidad. Si son los de limpio coraz�n los que ven a Dios, el ojo de Juan era el que pod�a ver m�s lejos en la m�s alta de todas las regiones que el de cualquiera de sus compa�eros. Si es el que ama el que conoce a Dios, el conocimiento de Dios de Juan debe haber sido incomparable. Hab�a adem�s bajo esa superficie tranquila que el esp�ritu del disc�pulo amado mostraba al ojo com�n de la observaci�n profundidades profundas y gloriosas.

El escritor del Evangelio y la Ep�stola es tambi�n el escritor del Apocalipsis; y si el Esp�ritu Santo eligi� el veh�culo humano m�s adecuado para recibir y transmitir las comunicaciones divinas, entonces a San Juan debemos asignar no solo el amor puro y profundo de un coraz�n amable, sino la visi�n y la facultad divina del alto poder imaginativo. . Fue la gracia de Dios que todo lo conquista lo que acerc� a Pedro y a Juan a una uni�n tan cercana, y a ambos, tan ben�fica, la gentileza de Juan apoy�ndose en la fuerza de Pedro; El celo ferviente de Pedro, castigado por el amor puro y sereno de Juan.

En la gloriosa compa��a de los Ap�stoles brillaron juntos como una estrella doble, en cuya luz complementaria, el amor y el celo, el trabajo y el descanso, la acci�n y la contemplaci�n, el sirviente trabajador y la virgen que aguarda, se ponen en hermosa armon�a.

W. Hanna, Los cuarenta d�as, p�g. 126.

Referencias: Juan 20:16 . Preacher's Monthly, vol. i., p�g. 305; vol. vii., p�gs. 56, 235; G. Brooks, Quinientos contornos, p�g. 389; El p�lpito del mundo cristiano, vol. vii., p�g. 350; RH Newton, Ib�d., Vol. xxviii., p�g. 378.

Versículo 17

Juan 20:17

Ascensi�n la condici�n del contacto espiritual

I. El breve dicho del texto est� pre�ado de la doctrina m�s profunda. Nos ense�a cu�n pobre es la presencia corporal de una cosa, incluso si fuera la presencia del Salvador. Nos ense�a c�mo se desv�an tanto de la sabidur�a como de la raz�n, quienes reproducir�an en la tierra en los santos sacramentos, la presencia corporal de los resucitados. Cu�n poco pueden haber entrado en el primer principio del Evangelio, "Dios es Esp�ritu", o en el primer axioma del cristianismo, que es, los rangos espirituales m�s bajos en la naturaleza de las cosas por encima de lo carnal m�s elevado. El verdadero contacto con Cristo presupone su ascensi�n; s�lo ascendiendo muy por encima de todos los cielos puede llenar realmente todas las cosas. "No me toques, porque a�n no he ascendido".

II. El Salvador resucitado le dice a esta disc�pula triste pero repentinamente consolada que no debe aferrarse a �l. En s� mismo, eso suena triste y poco comprensivo. Entonces comenzamos a decir que es bastante cierto, como parece decirnos el romanista, que Jesucristo mismo, aunque lo llamamos nuestro Salvador, es demasiado santo, demasiado divino, para abordarlo sin alg�n tipo de mediaci�n. Encontremos alg�n santo, �ngel o virgen intermedio a quien podamos acercarnos y aferrarnos, ya que �l mismo ha dicho el Noli me tangere.

Y, sin embargo, la voz era muy dulce y muy tierna, lo que imped�a tocarla. Seguramente prometi� el mismo acceso que prohibi� prometi� en nombre del Ascendido el que pospuso en la persona del Resucitado. S�, lo que no pudimos hacer, con cualquier cantidad de permiso, es decir, tocar al Salvador visible, lo que no es una p�rdida para nosotros, lo que sea que le haya parecido a ella, se nos abre aqu�, viviendo despu�s de la ascensi�n. , como el privilegio y posesi�n de nuestro discipulado. "No me toques, porque a�n no he ascendido"; pero ahora ha ascendido, y puede ser tocado, aferrado a �l y habitado con �l.

CJ Vaughan, Temple Sermons, p�g. 416.

El cambio de resurrecci�n.

Estas palabras implican

I. Un cambio en nuestro Bendito Se�or mismo. Si bien la ense�anza del Nuevo Testamento establece una conexi�n org�nica real entre lo que muri� y lo que resucita, tambi�n insin�a un gran cambio. Cuando Mar�a vio al Se�or sinti� que la muerte hab�a sido vencida; no sab�a el cambio que hab�a hecho la muerte. Y, por lo tanto, su prohibido toque amoroso. Extiende su mano para asirlo, como anta�o; y he aqu�! �l se retrae en el misterio de su vida de resurrecci�n, como si quisiera revelarle la solemne verdad de que en �l el mortal se hab�a revestido de inmortalidad y no pod�a soportar el contacto con los moribundos. "No me toques." Es la medida del cambio que pasar� sobre todos, al morir y levantarse de entre los muertos.

II. Una vez m�s, las palabras de Cristo indican no solo un cambio en �l mismo, sino en Sus relaciones con Sus seguidores. Es digno de menci�n aqu� que, aunque nuestro Bendito Se�or no permiti� el toque de Mar�a Magdalena, unos d�as m�s tarde invit� al toque de Santo Tom�s. La causa de esta acci�n diversa no est� lejos de ser buscada. Mar�a no dudaba de la realidad del Ser que estaba a su lado. Necesitaba pasar de un amor demasiado material a un amor m�s espiritual en su naturaleza.

Santo Tom�s necesitaba estar convencido de que lo que ve�a no era una ilusi�n de los sentidos. La falta de uno termin� donde comenz� la falta del otro. Y, sin embargo, mientras Jesucristo se aparta as� del toque de Mar�a, insin�a la proximidad de un tiempo de renovada comuni�n cercana con �l. Si �l proh�be su toque porque a�n no ha ascendido, por lo tanto implica manifiestamente que, cuando �l haya ascendido, ella deber�a tocarlo sin reprensi�n.

�Que es esto? Es la apertura de la doctrina vital del contacto espiritual real que existe entre los siervos de Cristo y Cristo en Su trono. El Redentor parece insinuar aqu� que, una vez que haya ascendido al Padre, debe recomenzar una estrecha intercomuni�n entre �l y Sus disc�pulos. �l atrae a la mujer de un amor inferior a uno superior, de un toque carnal a uno espiritual; �l le pide que no extienda su mano, sino que levante su coraz�n; no buscar detenerlo en la tierra, sino elevarse ella misma hacia el cielo.

Obispo Woodford, Sermones sobre temas del Nuevo Testamento, p�g. 54.

El toque de la magdalena

Considere la garant�a que nos da el texto de que Cristo ascendi� para la comuni�n real; cu�l es la medida de esa comuni�n.

Debemos recordar que para el propio sentimiento de Cristo, la circunstancia de la invisibilidad de su presencia no har�a ninguna diferencia. Nuestro Se�or se siente tan presente con Su pueblo ahora, como cuando Sus ojos corporales los vieron y Su voz natural les habl�. Por lo tanto, para �l es lo mismo ahora, como si alguien realmente lo tocara. Para nosotros, es un ejercicio de fe darnos cuenta de eso. Pero para �l no hay alteraci�n alguna, ya que �l estaba sobre la tierra.

Ahora bien, el acto de Mar�a, de tocar a Jes�s, cualquiera que fuera ese toque, debe haber sido expresivo, primero, de la fe que ten�a, de que su propio Se�or y Salvador estaba de nuevo a su lado; porque, al verlo, dijo simplemente la m�s hermosa de las palabras: "Maestro". Tambi�n Thomas, cuando lo toc�, sinti� lo mismo. Y el rechazo de nuestro Salvador a Mar�a habla s�lo y exactamente el mismo lenguaje que la actitud de Tom�s.

Ambos exaltan el poder espiritual por encima del toque natural. El abrazo del alma a lo invisible en ambos se hace m�s grande que toda evidencia corporal. "Bienaventurados los que no vieron y creyeron". Tambi�n fue la acci�n de adorar al amor. Las palabras de nuestro Salvador unieron sorprendentemente esos dos sentimientos, como un encuentro en ese toque superior, al que �l la condujo directamente ahora. "T�came", dijo virtualmente, "t�came en tu coraz�n, cuando sea ascendido".

"A medida que las cosas de este mundo exterior van y vienen, como lo har�n, y todas cambian y todas mueren, descubrimos que las cosas que tocamos y no podemos ver, son mucho m�s reales y mejores que todo lo que los sentidos naturales conocen. .

J. Vaughan, Cincuenta sermones, segunda serie, p�g. 130.

I. Hay tres argumentos para la ascensi�n de Cristo: el argumento externo, el interno y el personal. (1) Los ap�stoles declaran que vieron al Se�or ascender al cielo. �Podr�an haberse unido y propagado una historia que no acreditaran? (2) La prueba permanente de la ascensi�n de Cristo al cielo se encuentra en la misi�n y obra del Esp�ritu Santo. (3) El argumento personal a favor de la ascensi�n de Cristo surge de la experiencia de sus disc�pulos creyentes.

II. Las consecuencias de la ascensi�n de Cristo son (1) La finalizaci�n de Su obra de expiaci�n; (2) La estabilidad de Su Iglesia, junto con el suministro de todo lo necesario para perfeccionarla mediante la obra del Esp�ritu Santo; (3) La ascensi�n proporciona a la fe y la esperanza de los creyentes un lugar seguro de descanso.

III. Est�mulos que la ascensi�n de Cristo brinda a los creyentes. (1) Los fortalece contra los ataques de sus enemigos espirituales. (2) Les garantiza que cuenten con la mayor confianza al experimentar la simpat�a celestial.

AD Davidson, Lectures and Sermons, p�g. 518.

Referencias: Juan 20:17 . R. Rothe, Preacher's Lantern, vol. i., p�g. 615; J. Vaughan, Cincuenta sermones, segunda serie, p�g. 130 .; vol. ii., p�g. 36; P�lpito contempor�neo, vol. x., p�g. 79; Preacher's Monthly, vol. i., p�g. 306; vol. iii., p�g. 227; vol. v., p�g. 172; S. Cox, Exposiciones, segunda serie, p�g. 45; Spurgeon, My Sermon Notes: Gospels and Hechos, p�g. 166; M. Dix, Sermones doctrinales y pr�cticos, p�g. 133; Homiletic Quarterly, vol. i., p�g. 85; vol. xviii., p�g. 222. Jn 20: 18-27. Preacher's Monthly, vol. viii., p�g. 367.

Versículo 19

Juan 20:19

Las palabras "La paz sea con vosotros" eran la forma de saludo jud�a ordinaria, al menos en �pocas posteriores. La forma marc� el car�cter grave y religioso de la raza hebrea. As� como el griego, en su natural alegr�a de coraz�n, le dec�a a su vecino "Salve" o "Gozo", as� como el romano, con sus nociones tradicionales de orden y ley, le deseaba seguridad, as� el jud�o, con una profunda comprensi�n del alcance de la palabra, simplemente le desear�a "Paz.

"La forma en s� era de gran antig�edad. Cuando el mayordomo de la casa de Jos� tranquilizaba a los temblorosos hermanos del patriarca, que hab�an encontrado su dinero en sus costales y hab�an regresado a Egipto, dijo, en un lenguaje que probablemente hab�a hecho, como un esclavo egipcio, escuchado de su amo, y repiti� por sus �rdenes, "La paz sea contigo". Cuando el jud�o religioso invocaba la bendici�n de Dios sobre la ciudad santa, tomaba esta forma.

Orar�a por la paz de Jerusal�n: "La paz sea dentro de tus muros, la prosperidad dentro de tus palacios". Y as�, como ha observado un gran erudito hebreo, nunca encontramos este saludo de paz usado en el Antiguo Testamento como una mera expresi�n convencional que hab�a perdido su significado. "La paz sea con vosotros." El saludo jud�o ordinario, sin duda, tal como lleg� a los o�dos de los ap�stoles, les asegur� que Jes�s hab�a vuelto a entrar, al menos por un tiempo y bajo condiciones, en la vida social del hombre; pero la forma, la antigua forma familiar, que daba esta seguridad, estaba ahora cargada de un significado espiritual y un poder que deber�a durar todo el tiempo. Entonces, �qu� es la paz de la bendici�n de la resurrecci�n de Cristo?

I. La palabra exacta que nuestro Se�or us� indudablemente significa, en primer lugar, prosperar, prosperar, cuando una cosa es como debe ser seg�n su capacidad o su origen. De esta manera, la palabra implica la ausencia de causas perturbadoras, de da�o, de enfermedad, de infelicidad, de necesidad. Y as� la idea de reposo resulta del significado original de la palabra. Un hombre tiene paz, bien se ha dicho, cuando las cosas le marchan como debieran; y la paz, entonces, es la ausencia de causas que perturben el bienestar de una sociedad o de un hombre.

Es ese bienestar concebido como inalterado. La paz que Cristo infundi� a los ap�stoles fue la que necesita una sociedad espiritual. Y esta paz podr�a significar, en primer lugar, estar libre de injerencias por parte de quienes no pertenec�an a ella. Sin duda, mientras escuchaban los sonidos de la turba jud�a en la calle, descansando como estaban en su aposento alto esa noche de Pascua, los ap�stoles pensaron en este sentido de la bendici�n.

Para ellos era un seguro contra el maltrato, contra la persecuci�n. Ciertamente, no era parte del plan de nuestro Se�or que los cristianos estuvieran en guerra constante con la sociedad pagana o jud�a. Por el contrario, los adoradores de Cristo deb�an hacer lo que pudieran para vivir en armon�a social con aquellos que no conoc�an ni amaban a su Maestro. Y, sin embargo, si los ap�stoles hubieran pensado que este era el significado de la bendici�n, pronto ser�an desenga�ados.

El Pentecost�s fue seguido r�pidamente por encarcelamientos, por martirios. Durante tres siglos, la Iglesia fue perseguida casi continuamente. La paz que Cristo prometi� es independiente de los problemas externos. Ciertamente no consiste en su ausencia. Entonces, �la bendici�n se refiere a la concordia entre los cristianos? Ciertamente se quiso decir que no podemos dudar de que la paz debe reinar dentro del redil de Cristo.

El que es el autor de la paz y amante de la concordia as� lo quiso; pero ni aqu� ni en ning�n otro lugar impuso Su voluntad mec�nicamente a los bautizados. Nuestra imperfecci�n humana es tal que la misma seriedad de la fe ha sido constantemente fatal para la paz. La controversia, sin duda, es algo malo; pero hay cosas peores en el mundo que la controversia. La existencia de controversia no pierde el gran don que nuestro Se�or hizo a Sus ap�stoles en la tarde del d�a de Pascua; porque ese don fue un don, no podemos dudarlo principalmente y primero, si no exclusivamente, al alma individual.

II. Ahora bien, de qu� condiciones depende la existencia de esta paz en el alma. (1) Una primera condici�n de su existencia es la posesi�n por parte del alma de algunos principios religiosos definidos. Digo "algunos principios", porque muchos hombres, que s�lo conocen porciones de la verdad religiosa que se conocer� y tendr� en esta vida, aprovechan al m�ximo lo poco que saben y, por lo tanto, pueden disfrutar de una gran medida de paz interior. .

Lo que queremos los hombres es algo a lo que aferrarse, algo a lo que apoyarse, algo que nos sostenga y gu�e en medio de las perplejidades del pensamiento en medio de los impetuosidades de la pasi�n. Sin principios religiosos, el alma humana es como un barco en el mar sin carta, sin br�jula. (2) La paz del alma debe basarse en la armon�a entre la conciencia y nuestro conocimiento de la verdad. Ahora bien, esta armon�a se ve perturbada, hasta cierto punto, por los hechos claros de cada vida humana en una inmensa medida por los hechos de la mayor�a de las vidas humanas.

La conciencia, por su propia actividad, la conciencia, cuando es honesta y en�rgica, destruye la paz, porque descubre una falta de armon�a entre la vida y nuestro conocimiento m�s elevado. Y aqu� tambi�n nuestro Se�or resucitado es el dador de paz. Lo que no podemos lograr, si lo dejamos a nosotros mismos, lo logramos en ya trav�s de �l. Le tendimos la mano de la fe; Nos extiende sus inagotables m�ritos, su palabra de vida, los sacramentos de su evangelio; nos convertimos en uno con �l.

Por tanto, la obra de la justicia es paz, y su efecto sobre nosotros es tranquilidad y seguridad para siempre. Habiendo sido justificados por la fe, tenemos paz para con Dios, por medio de nuestro Se�or Jesucristo. (3) Y la paz del alma depende, finalmente, de que abrace un objeto de afecto adecuado y leg�timo. Estamos tan constituidos que nuestros corazones deben encontrar reposo en aquello que realmente pueden amar. La mayor�a de las personas pasan su vida tratando de resolver este problema adhiri�ndose a alg�n objeto creado.

El amor al poder, el amor a la riqueza, el amor a la posici�n, el amor a la reputaci�n, son simplemente, en el mejor de los casos, experimentos temporales. El intento de encontrar la paz en el juego de los afectos dom�sticos es mucho m�s respetable y es mucho m�s probable que tenga �xito durante un per�odo de a�os porque el coraz�n se compromete de esta manera seria y profundamente. Pero ni esposo, ni esposa, ni hijo, ni hija, podemos saber que se puede contar con �l como posesi�n perpetua.

La muerte nos separa a todos, tarde o temprano, por un tiempo; y si se ha entregado todo el coraz�n al amigo o familiar perdido, la paz se ha ido. Cuando nuestro Se�or resucitado dijo en el aposento alto "La paz sea con vosotros", hizo de Su gran y preciosa bendici�n un regalo real. Se present� resucitado de la tumba, inaccesible a los asaltos de la muerte, en su naturaleza humana como en su divina, como objeto de un afecto inagotable al coraz�n humano. El secreto de la paz interior es la sencillez en los afectos y en el prop�sito el reposo del alma en presencia de un amor y de una belleza ante la cual todo lo dem�s debe palidecer.

HP Liddon, No. 880, Penny Pulpit.

Referencias: Juan 20:19 . S. Baring Gould, Cien bocetos de sermones, p�g. 152; JM Neale, Sermones en una casa religiosa, segunda serie, vol. i., p�g. 41; WH Jellie, Christian World Pulpit, vol. VIP. 309; Homiletic Quarterly, vol. i., p�g. 194; vol. ii., p�g. 247; vol. iv., p�g. 264; vol. xiv., p�g. 230; C.

Stanford, Del Calvario al Monte de los Olivos, p�g. 164; BF Westcott, La revelaci�n del Se�or resucitado, p. 79; AP Stanley, Church Sermons, vol. i., p�g. 385; J. Vaughan, Sermones, s�ptima serie, p�g. 91; E. Blencowe, Plain Sermons to a Country Congregation, vol. ii., p�g. 240; Spurgeon, Sermons, vol. xxi., n�m. 1254; WCE Newbolt, Consejos de fe y pr�ctica, p. 80.

Versículos 19-20

Juan 20:19

I. Tal como fue el estado de los disc�pulos en esa triste noche, tal debe ser a menudo nuestro estado, al menos en muchos aspectos. Todos nosotros tambi�n hemos abandonado a menudo a nuestro Se�or y Maestro. Nosotros tambi�n lo hemos perdido a menudo. Es posible que lo hayamos abandonado por temor al mundo. Es posible que lo hayamos abandonado para correr tras las vanidades. Es posible que lo hayamos abandonado para seguir los dispositivos de nuestro propio coraz�n. En tales �pocas, cuando estemos abrumados por la conciencia de haber abandonado a nuestro Se�or, el Tentador vendr� a nosotros y, habiendo logrado dominar nuestros corazones, intentar� asegurarse de su presa.

Viene y nos dice que hemos perdido a nuestro Se�or; que est� muerto, que para nosotros, al menos, est� muerto; que para nosotros es como si nunca hubiera existido; que no tenemos nada que esperar de �l; que no puede amarnos; que nunca lo volveremos a ver, hasta que lo veamos como nuestro Juez.

II. En temporadas tan oscuras y tristes, cuando hemos perdido a nuestro Salvador; cuando el mundo nos lo haya quitado; cuando nos hemos apartado de �l y lo hemos abandonado, y ya no podemos encontrarlo, �qu� nos incumbe hacer? �Qu� hicieron los disc�pulos? Se reunieron con las puertas cerradas por miedo a los jud�os. Ahora bien, esto es justo lo que debemos hacer. Deber�amos reunirnos juntos. Porque esta es la bendita y misericordiosa promesa de nuestro Se�or, que donde dos o tres se re�nan en Su nombre, all� estar� �l en medio de ellos.

El pecado, y toda la familia del pecado, todos los pensamientos mundanos, todos los cuidados mundanos, todos los deseos mundanos y carnales, estos son los jud�os que crucificaron a Cristo; Estos son los jud�os que todav�a lo crucifican, que todav�a apartan de �l a sus disc�pulos, y los tientan y atraen para que lo abandonen y quieran separarlos de �l para siempre. Estos, entonces, son los jud�os contra quienes debes cerrar tus puertas.

III. "La paz sea con vosotros." En cualquier casa en la que Cristo entre, estas son las primeras palabras que le dice a esa casa. A cualquier coraz�n que Cristo se manifieste, este es el saludo bendito con el que trata de ganar ese coraz�n para recibirlo y permanecer con �l. Es cuando est�s de luto por la p�rdida del amor, que aprendes a sentir lo preciosa que era cada una de sus muestras. Cuando se le ha ense�ado a conocer su falta de paz, sentir� la bendici�n de que su Salvador se acerque a usted y le diga: "La paz sea con usted".

JC Hare, Sermones en la iglesia de Herstmonceux, p. 193.

Referencia: Juan 20:19 ; Juan 20:20 . Preacher's Monthly, vol. v., p�g. 213.

Versículos 19-23

Juan 20:19

(con Marco 16:13 ; Lucas 24:33 )

I.Deber�amos malinterpretar los incidentes de esta reuni�n vespertina, debemos confundir el objetivo simple, inmediato y preciso que, al usarlos, nuestro Se�or ten�a en vista, explicar estas palabras como si tuvieran la intenci�n de vestir a los once ap�stoles, y despu�s de ellos, sus sucesores o representantes, para revestir a cualquier clase de funcionarios de la Iglesia exclusivamente con el poder de remitir y retener los pecados.

Hab�a otros presentes adem�s de ellos. A esos otros miembros de la Iglesia naciente se les pronunci� la bendici�n tanto a ellos como a los once; las instrucciones les fueron dadas a ellos, as� como a los once; el aliento se respir� tanto en ellos como en los once. �Hab�a querido Jes�s, cuando habl� de este perd�n y retenci�n de los pecados, restringir a los once el poder y los privilegios conferidos, no deber�a �l, por alguna palabra o se�al, haber manifestado que tal era Su deseo?

II. No estamos dispuestos a dudar en lo m�s m�nimo de que, mientras que Cristo habla de la remisi�n y retenci�n de los pecados como pertenecientes a la Iglesia en general, sus palabras abarcan los actos de la Iglesia en su capacidad organizada de infligir y eliminar las censuras eclesi�sticas mediante los titulares de cargos, en el ejercicio de la disciplina. Aqu�, sin embargo, tenemos dos comentarios que hacer: (1) Que es s�lo en la medida en que estos actos sean realizados por hombres espirituales, buscando y siguiendo la gu�a del Esp�ritu; s�lo en la medida en que est�n de acuerdo con la voluntad expresada por el propio Cristo, ser�n de alguna utilidad o podr�n alegar alguna ratificaci�n celestial; y (2) que toda la fuerza que ejercen no es ni m�s ni menos que una declaraci�n oficial y autorizada de cu�l es la voluntad del Se�or.

La funci�n de la Iglesia se limita estrictamente al anuncio de un perd�n, que s�lo le corresponde a la gracia del Perdonador celestial otorgar. Y si, al ejecutar ese sencillo pero honorable oficio de proclamar a todos los hombres que hay remisi�n de los pecados por medio del nombre de Jes�s, ella ense�a que es solo a trav�s de sus canales a trav�s de canales que solo las manos sacerdotales o consagradas pueden abrir el perd�n. Cuando llega, ella se adentra en los derechos y prerrogativas de Aquel a quien representa, y vuelve hacia s� misma esa mirada que deber�a volverse sola hacia �l.

W. Hanna, Los cuarenta d�as, p�g. sesenta y cinco.

Referencias: Juan 20:19 . Revista del cl�rigo, vol. ii., p�g. 218; Homiletic Quarterly, vol. i., p�g. 194; vol. ii., p�g. 247; vol. iv., p�g. 264; BF Westcott, Revelaci�n del Se�or Resucitado, p. 79. Juan 20:19 . Homilista, segunda serie, vol. iii., p�g. 90.

Versículo 20

Juan 20:20

La naturaleza del culto cristiano

Considerar:

I. La presencia del Se�or Jesucristo entre Su pueblo. Adjuntamos a la Deidad la idea de omnipresencia. La concepci�n es tremenda, pero incuestionablemente correcta. Ha habido individuos hombres de gigantescas facultades mentales y de incansable actividad que se las han ingeniado, mediante la multiplicaci�n y el ajuste de agencias h�bilmente ordenadas, para hacer sentir su influencia en todo un imperio poderoso y, por as� decirlo, para estar presentes en cada parte de ella en el mismo momento.

Pero la presencia por influencia es una cosa y la presencia por persona es otra. Y lo que creemos de la Deidad es esto, que en cada punto de lo que llamamos espacio, Dios se encuentra simult�neamente, en toda la fuerza de Su ser y en toda la plenitud de Su poder. Sin embargo, hay una diferencia entre esta omnipresencia divina de Cristo y el tipo de presencia a la que se hace referencia en la narrativa que tenemos ante nosotros.

En este �ltimo hay algo especial. El Salvador, presente en las asambleas de Su pueblo adorador, est� listo para hacer que ellos sientan Su presencia; listo para abrir comunicaciones con ellos; listo para manifestarse a ellos como no se manifest� al mundo; listos para poner Su toque suave pero poderoso sobre sus esp�ritus, de modo que sientan que han sido admitidos en la misma sala de audiencias de su Padre y de su Dios.

II. Cristo est� en medio de su pueblo con el prop�sito de bendecirlos y darles paz. �l no viene entre nosotros para criticar y pedir juicio. Viene a bendecir. Su lenguaje para nosotros es el mismo que dirigi� a sus disc�pulos de anta�o: "La paz sea con vosotros".

III. Los disc�pulos se regocijaron ante la presencia del Se�or. En el acto de adoraci�n, el verdadero disc�pulo se preocupa por el cumplimiento del deber, ciertamente; para la emoci�n religiosa, ciertamente; pero principalmente para la comunicaci�n personal con el Dios personal. Es Dios Dios mismo, no meramente algo que pertenece a Dios que �l desea conocer, acercarse, realizar, captar, poseer. "Mi alma", dice David, "tiene sed de Dios, del Dios vivo.

"Cuando el disc�pulo cristiano se da cuenta de Cristo en su adoraci�n, cuando Cristo se ha convertido para �l en una Presencia personal viviente real para �l, encontr�ndolo, habl�ndole, consol�ndolo, entonces ha alcanzado el objeto de su deseo espiritual. Y luego, como los disc�pulos de anciano, se alegra cuando ve al Se�or.

G. Calthrop, Penny Pulpit, No. 1063.

La resurrecci�n de cristo

En todas las naciones existe un instinto incontenible que lucha por la inmortalidad. Pero estas conjeturas ciegas no sirven de nada. La raz�n no sabe nada que los confirme. La raz�n nos deja perplejos. Si Cristo no resucit�, todos los dem�s son f�bulas. La �nica luz se ha apagado: no ha pasado nada este a�o, nada el a�o pasado, nada este siglo; nada ha sucedido en todos los siglos del pasado que arroje luz sobre el M�s All�, si Cristo no resucit�. Pero, una vez acepte el hecho de que Cristo ha resucitado de entre los muertos, y vea qu� preguntas de suprema importancia responde.

I. La primera pregunta del d�a de hoy, la primera pregunta de todas las edades, es esta: �Qui�n es Jes�s de Nazaret? Es una cuesti�n de suma importancia. �Es solo el Hijo del hombre o tambi�n es el Hijo de Dios? En presencia del hecho de que Jes�s de Nazaret se levant� de entre los muertos, parece m�s f�cil deshacerse de su humanidad que de su divinidad. Bueno, si el Redentor es Divino; si �l es realmente el Dios Emmanuel con nosotros; si puedo mirarlo a �l y decir: "Mi Se�or y mi Dios", no puedo evitar alegrarme. �Qui�n puede evitar alegrarse con tal Salvador?

II. Otra pregunta a la que responde la Resurrecci�n es la siguiente: �Es aceptado el sacrificio de Cristo y es suficiente el sacrificio que ofreci� una vez por todas a Dios? La resurrecci�n es la respuesta. Es el "S�" de Dios a esa voz de la cruz: "Consumado es". Se abren las puertas de la prisi�n y la Fianza no solo da vida, sino gloria y dominio.

III. �Qu� es Jesucristo para nosotros hoy? La resurrecci�n declara la inquebrantabilidad de su amor y hermandad. No ha dejado a un lado el manto de nuestra humanidad. Lo usa en gloria; Lo usa para siempre. No se averg�enza de llamarnos hermanos.

IV. �Cu�l es el prop�sito de Dios con respecto a sus redimidos? La revelaci�n especial del Nuevo Testamento no es la inmortalidad del alma, sino la de una vida futura que se asemeja a la vida de Jesucristo. Ha resucitado de entre los muertos, no solo para s� mismo, sino como primicia de los que durmieron; y dice: "Porque yo vivo, vosotros tambi�n vivir�is".

J. Culross, Christian World Pulpit, 2 de marzo de 1887.

Referencias: Juan 20:20 . Preacher's Monthly, vol. v., p�g. 175; J. Vaughan, Cincuenta sermones, novena serie, p�g. 312. Jn 20: 20-23. AB Bruce, La formaci�n de los doce, p�g. 502. Jn 20:21. J. Keble, Sermones para los d�as de los santos, p�g. 185; ver tambi�n Plain Sermons by Contributors to "Tracts for the Times", vol. x., p�g. 82 JEB Pusey, P�lpito de la Iglesia de Inglaterra, vol. i., p�g. 139.

Versículos 21-23

Juan 20:21

La misi�n cristiana

I. Estas palabras fueron dirigidas en primera instancia a los ap�stoles entonces presentes. Pero tambi�n se dirigen, y con no menos fuerza, a todo aquel que se alegra en la presencia de su Salvador. Cristo env�a a todas esas personas a realizar su obra en la tierra. As� como vino a realizar la obra de su Padre celestial, as� todos los que se hacen part�cipes de su salvaci�n son enviados por �l a realizar la misma obra, cada uno seg�n su vocaci�n y seg�n el don que pudiera haber recibido.

A todos Cristo les da el mismo cargo; �l env�a a todos a trabajar en la obra de Dios. Este es su mandamiento. Los env�a a trabajar la obra de Dios, como hijos de Dios, con el sentimiento de paz de estar reconciliados con Dios y recibidos en su familia; para encontrar su mayor placer en realizar esa obra, sin ninguna restricci�n sobre ellos, excepto la bendita restricci�n del amor.

II. As� vemos en qu� gloriosa misi�n es enviado todo cristiano; vemos la bendici�n que lleva consigo, siempre que se esfuerce por cumplir esa misi�n. Sin embargo, el hombre es tan d�bil, fr�gil y mezquino que, a pesar de la gloria de la obra, a pesar de la bendici�n que trae consigo, la rechaza; no puede reunir el coraz�n para una empresa tan poderosa; no puede salir del fango de su naturaleza carnal, sino que vuelve a hundirse en �l.

Hay una gran cantidad de excusas que la gente suele presentar para rehuir la obra que Cristo les env�a a hacer. A todos, sin embargo, nuestro Se�or les da una respuesta completa; uno y todo lo corta en el texto. Porque cuando hab�a dado su encargo a los disc�pulos, cuando los hab�a enviado a la misma misi�n a la que hab�a sido enviado por su Padre, "sopl� sobre ellos y les dijo: Recibid el Esp�ritu Santo.

"Les dio el Esp�ritu Santo para fortalecerlos, iluminarlos, dar vida a sus palabras y poder a sus argumentos. Y el mismo Esp�ritu Santo se concede en abundancia a todos los que han recibido a Cristo en sus corazones como su Salvador, y han se entregaron a Dios para realizar la obra de su Maestro. Reciben el Esp�ritu Santo, no solo para morar en ellos y santificarlos, sino tambi�n para fortalecerlos e iluminarlos para la obra en la que Cristo los env�a, y para ayudarlos y prosperar en ese trabajo.

JC Hare, Sermones en la iglesia de Herstmonceux, p. 208.

Referencias: Juan 20:21 . Revista del cl�rigo, vol. iv., p�g. 85. Juan 20:22 . HW Beecher, Christian World Pulpit, vol. xvi., p�g. 45. Juan 20:22 ; Juan 20:23 .

Ib�d., Vol. x., p�g. 164. Juan 20:24 . H. Melvill, Voces del a�o, vol. ii., p�g. 347; El p�lpito del mundo cristiano, vol. iv., p�g. 267.

Versículos 24-25

Juan 20:24

La incredulidad de Santo Tom�s

I. Es f�cil y no infrecuente reprender la incredulidad de Thomas, y no albergar m�s que las ideas m�s indefinidas sobre la culpa de la que era culpable. Debemos recordar que la afirmaci�n de la resurrecci�n de Cristo fue una afirmaci�n extraordinaria y abrumadora, que debe recibirse como verdadera s�lo cuando se demuestra con la prueba m�s r�gida. No puede haber mayor error que suponer que la fe es aceptable en la medida en que no est� respaldada por la raz�n, o que se requiere que los hombres crean lo que son incapaces de probar.

La gran pregunta es si ya se hab�an otorgado pruebas suficientes, o m�s bien si Thomas estaba justificado para negarse a creer en cualquier testimonio que no fuera el de sus propios sentidos. Podemos decir, de una vez, que Tom�s hab�a recibido suficiente evidencia en las predicciones de Cristo y en el testimonio de sus hermanos. No ten�a derecho a considerar la resurrecci�n como algo casi incre�ble. Hab�a visto a otros resucitados por Cristo, y hab�a escuchado de Cristo que a�n se resucitar�a; y si parec�a haber tal improbabilidad antecedente como para ser superado por nada m�s que evidencia peculiar, el testimonio de los ap�stoles deber�a haber sido concluyente.

El gran mal de la infidelidad de Tom�s fue que, al negarse a ser satisfecho por cualquier evidencia que no fuera la de sus sentidos, Tom�s hizo todo lo posible por socavar el fundamento sobre el que necesariamente se basar�a el cristianismo, y para establecer un principio que indicar�a la infidelidad universal; porque es manifiestamente imposible, en lo que respecta a las pruebas de una revelaci�n, que se proporcione evidencia a los sentidos de todo hombre, que la demostraci�n del milagro se repita perpetua e individualmente, de modo que nadie tenga que basarse en el testimonio de otros.

II. Una cosa es probar que Tom�s puso un �nfasis indebido en la evidencia que se dirige a los sentidos; y otra cosa es demostrarles que nosotros mismos no perdemos nada al no tener ese tipo de evidencia. Si fuera posible que yo pudiera averiguar a trav�s de mis sentidos las verdades del cristianismo, certific�ndome por el ojo, el o�do y el tacto, que el Hijo de Dios muri� por m� en la cruz, y resucit� y ascendi� como mi Intercesor, sin duda yo Podr�a creer que Cristo es mi Salvador, pero no habr�a nada de eso entreg�ndome al testimonio de Dios, que se me exige en ausencia de una prueba sensible, y que en s� mismo es la mejor disciplina para otro estado del ser. La misma base de la fe del hombre que no ha visto le da a esa fe una excelencia moral de la m�s alta descripci�n. "

H. Melvill, Penny Pulpit, No. 2011.

Referencia: Juan 20:24 ; Juan 20:25 . T. Gasquoine, Christian World Pulpit, vol. ix., p�g. 36.

Versículos 24-29

Juan 20:24

La incredulidad de Thomas.

El caso de Thomas es

I. Un ejemplo de lo m�s instructivo del ejercicio y expresi�n de una fe verdadera, amorosa, afectuosa y apropiada. Es extrovertido, olvidado de s� mismo, absorto en Cristo. Thomas no plante� ninguna pregunta sobre si alguien que hab�a estado incr�dulo durante tanto tiempo no ser�a bienvenido cuando por fin creyera. Ninguna ocupaci�n de la mente o el coraz�n con consideraciones personales de ning�n tipo. Cristo est� all� antes que �l; se cree m�s perdido que recuperado; Su ojo radiante de amor, Su invitaci�n alentadora dada.

No hay duda de su disposici�n a recibir, su deseo de que se conf�e. Tom�s se rinde de inmediato al poder de una Presencia tan amable, que no est� encadenada por ninguna de esas falsas barreras que tan a menudo levantamos; la marea plena y c�lida de adorar, abrazar y confiar en amor sale y se derrama en la expresi�n "Mi Se�or y mi Dios". El mejor y m�s bendito ejercicio del esp�ritu, cuando el ojo en la unicidad de la visi�n se fija en Jes�s, y, ajeno a s� mismo y todo sobre s� mismo, el coraz�n avergonzado se llena de adoraci�n, gratitud y amor, y en la plenitud de su emoci�n se arroja a s� mismo. a los pies de Jes�s, diciendo con Tom�s: "Se�or m�o, Dios m�o".

II. Una gu�a y ejemplo para nosotros de c�mo tratar a quienes tienen dudas y dificultades sobre los grandes hechos y verdades de la religi�n. Seguramente hubo una tolerancia singular, una ternura singular, una condescendencia singular en la manera de la conducta del Salvador hacia el ap�stol incr�dulo que dudaba. Hab�a mucho en esas dudas de que Tom�s ofrec�a un terreno para la m�s grave censura; la mala moral del coraz�n tuvo mucho que ver con ellos.

No solo fue irrazonable; fue una posici�n orgullosa y presuntuosa que asumi�, al dictar las condiciones en las que s�lo �l creer�a. �Qu� abundante material para la controversia, para la condena, proporcion� su caso! Sin embargo, Jes�s no obra en �l por medio de estos, sino por amor. Y si en un caso similar pudi�ramos presentar al Salvador tal como es, y conseguir que los ojos se posen en �l y que el coraz�n reciba una impresi�n correcta de la profundidad, la ternura y la condescendencia de Su amor, no ser�a posible. muchos esp�ritus afligidos son inducidos a arrojarse ante tal Salvador, diciendo: "Se�or, yo creo; ayuda a mi incredulidad".

W. Hanna, Los cuarenta d�as, p�g. 86.

Referencia: Juan 20:24 . Homilista, segunda serie, vol. i., p�g. 537.

Versículos 24-30

Juan 20:24

Thomas

I. Thomas era evidentemente un hombre de naturaleza reservada, un hombre melanc�lico perseguido, como deber�amos decir, por un doloroso sentido de su propia individualidad. No pod�a mirar el lado positivo de las cosas. Solo dijo tres palabras en el Evangelio, tres palabras si las miras, todas melanc�licas. En su conducta, como se muestra en este pasaje, hab�a dos defectos principales. (1) Tom�s no tom� el plan para superar sus dudas; estaba ausente en la primera reuni�n de los disc�pulos y extra�aba al Se�or por su ausencia.

No estaba en la iglesia esa ma�ana. �D�nde estaba �l, el hombre melanc�lico? (2) "Excepto", dice Thomas. Ver�, �l fij� su propio est�ndar y medida de creencia y evidencia. El pobre Thomas est� confundiendo cosas que difieren. Quer�a conocimiento y lo habr�a llamado fe. Se convierte en el centro de su fe. "Excepto que ver�, no creer�". Ese es el torre�n de Doubting Castle.

II. Entre el cero y el cenit de la fe, la vida espiritual en el alma del hombre hay cuatro estados. (1) El primer estado es el aborto espiritual perfecto. Ni ver ni creer. Tales personas no notan a Dios ni a las cosas; nunca piensan en causas; nunca dicen: "�Qui�n es Dios, mi Hacedor?" A esas personas les parecen suceder todas las cosas . Su estado es el ate�smo inconsciente. (2) El segundo estado es aquel en el que los hombres ven, pero no creen.

�Notas estas palabras de Thomas, "yo no voy a creer." La fuente de la fe est� en la voluntad. La fuente de la duda est� en la voluntad. "Es con el coraz�n que se cree para justicia". (3) Existe tal cosa como creer y no ver. Si pudiera pintar, pintar�a a Faith como una ni�a peque�a, llevando a la Raz�n como un gigante como un Belisario ciego como una piedra en su camino. (4) Es posible ver y creer.

Verdaderamente esta es la vida Divina. En el mundo de los sentidos te dir�n que debes ver para que puedas creer. Pero mi vida me ha le�do esta lecci�n, que debemos creer que podemos ver. Cu�n verdaderamente conmovedora es la palabra pronunciada por Tom�s sobre su liberaci�n de su desesperaci�n: "Mi Se�or y mi Dios". �Ah! palabra instant�nea; resuelve todas las dificultades. Muchas largas noches he llorado en la celda de Doubting Castle ahora que soy libre.

Muchas veces he visto la salida del sol sobre los pantanos y los pantanos, y los l�gubres vientos del este me azotaron y congelaron mi mejilla y mi coraz�n ahora T� has venido, T� has venido y yo soy libre, "mi Se�or y mi Dios . "

E. Paxton Hood, Sermones, p�g. 85.

Referencias: Juan 20:24 . Preacher's Monthly, vol. ii., p�g. 426. Juan 20:24 . Revista del cl�rigo, vol. iii., p�g. 295.

Versículo 25

Juan 20:25

I. La duda de Tom�s fue la resistencia de un coraz�n para quien las buenas nuevas parec�an ser demasiado buenas para ser verdad. Tom�s no pod�a creer que el Se�or que estaba muerto estuviera realmente vivo. Los dem�s imaginaban que lo hab�an visto, pero �no ser�a posible que, despu�s de todo, fuera lo que ellos mismos hab�an supuesto al principio, un esp�ritu en el que hab�an cre�do con demasiada facilidad? No pod�a imaginar que estaban tratando de enga�arlo a sabiendas; pero no se hubieran enga�ado a s� mismos; y si el Se�or hab�a resucitado, �por qu� era el �nico que no lo hab�a visto? No pod�a ver el car�cter de su propio y compasivo y tierno Maestro en semejante trato. Eso solo en mi mente explica las continuas dudas del ap�stol.

II. Hay una gran diferencia entre los que alimentan sus dudas y el incr�dulo Tom�s. Hay un mundo de diferencia entre aquellos que quieren deshacerse de sus dudas pero no pueden, pero que todav�a est�n tristes, abatidos y afligidos por sus dudas, y los esc�pticos modernos, al menos algunos de ellos, que no aman a Dios, que deshonran a Cristo, que no vendr� a �l para tener vida, que prefieren las tinieblas porque sus obras son malas, un mundo de diferencia.

Nunca asociemos las dos clases. Seamos caritativos con el que duda honestamente; Dios se encargar� de �l, como se hizo cargo de Tom�s. Pero no podemos sentir simpat�a por el esc�ptico deshonesto, que a menudo hace de sus dudas un alegato por descuido y falta de Dios. Pero me refiero a los propios hijos de Dios, bienaventurados los que no lo han visto y han cre�do. El esp�ritu de Tom�s es todav�a demasiado frecuente entre nosotros los cristianos; ocupado en muchos corazones temerosos de Dios, y haciendo su propio trabajo terrible all�; robando a los hombres su herencia leg�tima, y ??haci�ndolos temerosos y tristes, cuando podr�an tener gozo y paz al creer.

Seguramente en tal caso debe haber algo mal. Si es la desconfianza, el miedo y la duda lo que encuentra un lugar en el coraz�n de un cristiano, en lugar de la paz y el gozo, creo que gran parte de ello se debe a la visi�n imperfecta que muchos tienen del Evangelio de Cristo. Es la fe en el Hijo de Dios lo �nico que puede fortalecer a un hombre, lo �nico que puede liberar a un hombre, lo �nico que puede aliviar la carga de la mente y dar al triste gozo y paz. "A quien, no habiendo visto, amamos, y en quien, creyendo, nos regocijamos con gozo inefable y lleno de gloria".

D. Macleod, Christian World Pulpit, vol. xxi., p�g. 168.

Referencias: Juan 20:25 . HP Liddon, Christmastide Sermons, p�g. 1. Jn 20:26. J. Keble, Sermones desde el D�a de la Ascensi�n hasta la Trinidad, p. 230.

Versículos 26-29

Juan 20:26

I. La reuni�n renovada. Creo que el Dr. Vaughan ha sugerido en alguna parte que, aunque no tenemos registro de las circunstancias, es posible que Cristo, cuando estuvo con los disc�pulos en la primera ocasi�n, expres� su voluntad de que en adelante el s�bado se transfiriera del s�ptimo al s�ptimo d�a. primer d�a. Parece que se conocieron de manera especial el primer d�a en esta segunda instancia; un hecho que no es f�cil de explicar, excepto en la teor�a de una ley especial de Cristo a ese efecto, dada por palabra o por el movimiento de su Esp�ritu secreto.

II. El ausente regres�. Thomas, como un verdadero hombre, no pod�a permanecer ausente. Todo en gracia, como todo en la naturaleza, tarde o temprano ir� a su propia compa��a, y tambi�n Tom�s.

III. C�mo se trat� la incredulidad. Es la aflicci�n de un verdadero disc�pulo, y por eso el Salvador se ocup� de ella. La incredulidad tiene muchas variedades y, a veces, parece proceder en diferentes l�neas; pero aunque al principio la diferencia entre estas l�neas es grande, todas convergen en un punto y, si no se detienen, trabajan en una temible finalidad. La incredulidad de Tom�s fue temperamental. Hay una diferencia infinita entre la incredulidad que dice que una cosa no es verdad, porque desea que no sea verdad, y la incredulidad que dice que una cosa no es verdad, pero dar�a a todo el mundo la certeza de que es verdad entre la incredulidad de Tom�s y la incredulidad de Pilato; entre la vibraci�n de una torre y su ca�da. Jes�s es due�o de la diferencia. Lleno de simpat�a, se inclin� para curar la enfermedad y corregir el error de un disc�pulo,

IV. Jes�s, al lidiar con la incredulidad de Tom�s, revel� su amor perdonador. La enfermedad cedida y persistente se profundiza en el pecado; y as� se desarroll� el pecado a partir de la enfermedad de este disc�pulo. Con paciente piedad, Cristo busc� al pobre vagabundo y con indecible ternura lo trajo de regreso.

V. La confesi�n hecha. "Y Tom�s respondi� y le dijo: Se�or m�o y Dios m�o". Ahora no se pensaba en el tacto. Cristo fue completamente revelado. La gracia de la oferta fue una revelaci�n, el tono de la voz fue una revelaci�n; el perd�n fue una revelaci�n, era como Jes�s y como nadie m�s; el resultado fue una rendici�n instant�nea. El amor tiene una vista aguda y una respuesta r�pida; en la nueva luz, pero mezclada con un sentido de misterio, reconoci� al Se�or de su coraz�n; Con asombro, con tierno y exquisito �xtasis, y con adoradora postraci�n de alma, grit�: "Mi Se�or y mi Dios".

C. Stanford, Del Calvario al Monte de los Olivos, p 221.

Versículo 27

Juan 20:27

(con Hebreos 4:3 )

La fe de Santo Tom�s triunfante en la duda

I. Se llevan a cabo dos tipos de lenguaje con respecto a la fe y las creencias; cada uno combina en s� mismo, como suele suceder, una curiosa mezcla de verdad y error. Uno insiste en que la fe es algo totalmente independiente de nuestra voluntad, que depende simplemente de la mayor o menor fuerza de la evidencia que se presenta ante nuestras mentes; y que, por tanto, as� como la fe no puede ser virtud, la incredulidad no puede ser pecado. El otro dice que toda incredulidad surge de un coraz�n malvado y de una aversi�n a las verdades ense�adas; es m�s, si alguien incluso no cree en alguna proposici�n que no sea propiamente religiosa en s� misma, pero que generalmente se ense�e junto con otras que son religiosas, no puede estar considerando la verdad o falsedad de la cuesti�n en particular, simplemente como es en s� misma verdadera o falsa, sino debe no creer, porque le disgustan otras verdades que son realmente religiosas.

Los dos pasajes que he elegido juntos para mi texto ilustrar�n la cuesti�n que tenemos ante nosotros. La creencia por la cual entramos en el reposo de Dios es claramente algo moral. La incredulidad del ap�stol Tom�s, que no pudo abrazar de inmediato el hecho de la resurrecci�n del Se�or, seguramente surgi� de ning�n deseo o sentimiento en su mente en contra de ella.

II. La incredulidad que es pecado es, para hablar en general, una incredulidad en el mandamiento de Dios, o en cualquier cosa que �l nos haya dicho, porque deseamos que no sea verdad. La incredulidad, que puede no ser pecado, es una incredulidad en las promesas de Dios, porque pensamos que son demasiado buenas para ser verdad; en otras palabras, el creer no por gozo; o de nuevo, la incredulidad de tales puntos sobre los que nuestros deseos son puramente indiferentes; no deseamos creer ni tenemos ninguna renuencia a hacerlo, pero simplemente la evidencia no es suficiente para convencernos.

�Es nuestra incredulidad la del ap�stol Tom�s? No, creo que la mayor�a de las veces. Nuestra incredulidad es la incredulidad de cualquier cosa en lugar de la verdad de las promesas de Cristo; nuestra dificultad radica en cualquier otro lugar menos all�. Nuestra incredulidad se relaciona con las advertencias de Cristo, con sus solemnes declaraciones de la necesidad de dedicarnos por completo a su servicio, con sus garant�as de que habr� un juicio que probar� el coraz�n y las riendas, y un castigo para los condenados en ese juicio. , m�s all� de todo lo que nuestros peores miedos pueden alcanzar.

No es a tales incr�dulos a quienes Cristo se revela a s� mismo. Las palabras llenas de gracia, "Extiende aqu� tu dedo, y mira mis manos", nunca les ser�n dichas. La fe que necesitamos no es una fe de palabras sino de sentimientos; no contento con simplemente no negar, sino con todo su coraz�n y alma afirmando.

T. Arnold, Sermons, vol. v., p�g. 223.

El lugar de los sentidos en la religi�n

I. Un primer objeto de las palabras de nuestro Se�or en el texto fue, nos atrevemos a decir, colocar la verdad de Su resurrecci�n de entre los muertos m�s all� de toda duda en la mente de Santo Tom�s. Para Tom�s era m�s importante estar convencido de la verdad de la resurrecci�n que aprender primero la irracionalidad de sus motivos para dudar en creerla; y, por tanto, nuestro Se�or se encuentra con �l en sus propios t�rminos.

Thomas, aunque irrazonable, deber�a sentirse satisfecho; deber�a saber, por la presi�n sensible de su mano y dedo, que no ten�a ante s� una forma fantasma insustancial, sino el mismo cuerpo que fue crucificado, respondiendo en cada herida abierta al tacto de los sentidos, cualesquiera propiedades nuevas que pudieran haberle atribuido. .

II. Y una segunda lecci�n que debemos aprender de estas palabras de nuestro Se�or es el verdadero valor de los sentidos corporales en la investigaci�n de la verdad. Hay ciertos t�rminos que ellos, y solo ellos, pueden determinar, y para verificar en cu�les pueden y deben ser confiables. Es un falso espiritualismo que desacreditar�a los sentidos corporales que act�an dentro de su propia provincia. Es falso para la constituci�n de la naturaleza, porque si los sentidos corporales no son dignos de confianza, �c�mo podemos asumir la confiabilidad de los sentidos espirituales? La religi�n toca el mundo material en ciertos puntos, y la realidad de su contacto debe decidirse, como todos los hechos materiales, mediante el experimento del sentido corporal.

Si nuestro Se�or realmente se levant� con Su cuerpo herido de la tumba o no, era una cuesti�n que deb�a resolver los sentidos de Santo Tom�s, y nuestro Se�or, por lo tanto, se someti� a los t�rminos estrictos que Santo Tom�s estableci� como condiciones. de la fe.

III. Y aprendemos, en tercer lugar, de las palabras de nuestro Se�or c�mo lidiar con las dudas sobre la verdad de la religi�n, ya sea en nosotros mismos o en otras personas. La receta de nuestro Se�or para lidiar con la duda puede resumirse en esta regla; aproveche al m�ximo la verdad que a�n reconoce, y el resto seguir�. Thomas no dud� del informe de sus sentidos. Bueno, entonces d�jelo que aproveche al m�ximo ese informe. Existe una intercomunicaci�n entre la verdad y la verdad que reside en la naturaleza de las cosas, y una mente honesta no puede resistir el dominio y la gu�a de la misma; de modo que cuando una verdad es realmente captada como verdadera, el alma est� en buen camino para recuperar la salud del tono y poner fin al miserable reino de la vaguedad y la duda.

HP Liddon, Christian World Pulpit, vol. xxi., p�g. 257.

Referencias: Juan 20:27 . P�lpito contempor�neo, vol. v., p�g. 278; R. Maguire, P�lpito de la Iglesia de Inglaterra, vol. i., p�g. 252; Spurgeon, My Sermon Notes: Gospels and Hechos, p�g. 169; E. Boaden, Christian World Pulpit, vol. i., p�g. 404; J. Keble, Sermones en varias ocasiones, p�g. 177; Trescientos bosquejos del Nuevo Testamento, p�g.

104; T. Birkett Dover, Manual de Cuaresma, p�g. 54. Juan 20:27 ; Juan 20:28 . G. Brooks, Quinientos contornos, p�g. 68; TJ Crawford, La predicaci�n de la cruz, p�g. 156. Juan 20:27 . Revista del cl�rigo, vol. i., p�g. 341.

Versículo 28

Juan 20:28

I. Creo que dif�cilmente somos capaces de ser lo suficientemente conscientes de cu�nto de toda nuestra fe y esperanza cristianas debe descansar en la realidad de la resurrecci�n de nuestro Se�or. Es, en primer lugar, el cumplimiento de toda profec�a. Quiero decir, que mientras toda profec�a espera el triunfo del bien sobre el mal para su triunfo no solo en parte, sino en su totalidad y con sobremedida, la resurrecci�n de Cristo es, hasta ahora, el �nico cumplimiento adecuado de estas expectativas; pero en s� mismo es completamente adecuado.

Si el triunfo de Cristo fue completo, tambi�n puede serlo el triunfo de los que son de Cristo. Pero sin esto, deje que la esperanza llegue tan lejos como ella quiera, deje que la fe tenga tanta confianza, a�n as� la profec�a no se ha cumplido, a�n la experiencia no da aliento.

II. Bien, entonces, se puede decir con el ap�stol, que si Cristo no ha resucitado, nuestra fe es vana. Su resurrecci�n fue, de hecho, un gozo demasiado grande para creerlo. Puede haber una ilusi�n; al esp�ritu de Uno tan bueno, tan amado por Dios, se le podr�a permitir regresar para consolar a Sus amigos, para asegurarles que la muerte no hab�a hecho todo su trabajo; pero, �qui�n se atrever�a a tener la esperanza de ver, no el esp�ritu de los muertos, sino la persona misma del Jes�s vivo? �Seguramente era una convicci�n natural de una bienaventuranza tan abrumadora? "Si no veo en sus manos la huella de los clavos, y meto mi dedo en la huella de los clavos, y meto mi mano en su costado, no creer�". Gracias a Dios, que permiti� que Su ap�stol tuviera tanto cuidado antes de consentir en creer, para que nosotros de Su cuidado pudi�ramos obtener una confianza tan perfecta.

III. Jes�s le dijo: Porque me has visto, Tom�s, cre�ste; bienaventurados los que no vieron y creyeron. Unos d�as antes, Cristo hab�a orado, no solo por sus disc�pulos actuales, sino por todos aquellos que iban a creer en �l a trav�s de su palabra. Cu�n generosamente es Su acto de acuerdo con Su oraci�n. El disc�pulo amado que hab�a visto primero el sepulcro vac�o, y que ahora se regocijaba en la presencia plena de Aquel que hab�a estado all�, deb�a transmitir lo que �l mismo hab�a visto al conocimiento de la posteridad.

Y deb�a transmitirlo santificado por as� decirlo por el mensaje especial de Cristo: "Bienaventurados los que no vieron y creyeron". Tenemos toda nuestra porci�n en la plena convicci�n entonces concedida de que �l en verdad resucit�; y adem�s de todo esto hemos recibido una bendici�n peculiar; Cristo mismo nos da la prueba de su resurrecci�n y nos bendice por el gozo con que la acogemos.

T. Arnold, Sermons., Vol. VIP. 172.

Referencias: Juan 20:28 . Spurgeon, Sermons, vol. xxx., n�m. 1775; Revista del cl�rigo, vol. v., p�g. 32.

Versículo 29

Juan 20:29

I. Santo Tom�s am� a su Maestro, como se convirti� en ap�stol, y se dedic� a su servicio; pero cuando lo vio crucificado, su fe fall� por un tiempo con la de los dem�s. Siendo d�bil en la fe, suspendi� su juicio y parec�a decidido a no creer nada hasta que le dijeran todo. En consecuencia, cuando nuestro Salvador se le apareci�, ocho d�as despu�s de Su aparici�n a los dem�s, mientras conced�a a Tom�s su deseo y satisfac�a los sentidos de que estaba realmente vivo, acompa�� el permiso con una reprimenda, e insinu� que cediendo a su voluntad. debilidad, le estaba quitando lo que era una verdadera bendici�n. Considere entonces la naturaleza del temperamento creyente y por qu� es bendecido.

I. Toda mente religiosa, bajo cada dispensaci�n de la Providencia, tendr� el h�bito de mirar fuera de s� mismo y m�s all� de s� mismo, en lo que respecta a todos los asuntos relacionados con el bien supremo. Porque un hombre de mente religiosa es aquel que atiende a la regla de la conciencia, que nace con �l, que �l no hizo para s� mismo, y a la que se siente obligado a someterse. Y la conciencia desv�a inmediatamente sus pensamientos hacia alg�n Ser exterior a �l, que lo dio, y que evidentemente es superior a �l; porque una ley implica un legislador, y un mandato implica un superior.

�l mira hacia el mundo para buscar a Aquel que no es del mundo, para encontrar detr�s de las sombras y los enga�os de esta escena cambiante del tiempo y el sentido, a Aquel cuya palabra es eterna y cuya presencia es espiritual. Este es el curso de una mente religiosa, incluso cuando no est� bendecida con las noticias de la verdad divina; y cu�nto m�s acoger� y se entregar� gustosamente a la mano de Dios, cuando se le permita discernirlo en el Evangelio. Tal es la fe que surge en la multitud de los que creen, que surge de su sentido de la presencia de Dios, originalmente certificado por la voz interior de la conciencia.

II. Este bienaventurado temperamento, que influye en los religiosos en el asunto m�s importante de elegir o rechazar el Evangelio, se extiende tambi�n a su recepci�n del mismo en todas sus partes. As� como la fe se contenta con un poco de luz para comenzar su viaje, y la engrandece actuando sobre ella, as� tambi�n lee, como en el crep�sculo, el mensaje de la verdad en sus diversos detalles. Mantiene firmemente en la vista que Cristo habla en la Escritura y recibe sus palabras como si las escuchara , como si las hablara alg�n superior y amigo, Alguien a quien quisiera agradar.

Por �ltimo, se contenta con la revelaci�n que se le ha hecho; ha "encontrado al Mes�as", y eso es suficiente. El mismo principio de su inquietud anterior ahora le impide divagar cuando venga el Hijo de Dios, y nos ha dado el entendimiento para conocer al Dios verdadero; la vacilaci�n, el temor, la confianza supersticiosa en la criatura, la b�squeda de novedades, son signos, no de fe, sino de incredulidad.

JH Newman, Parochial and Plain Sermons, vol. ii., p�g. 13.

Sin ver, pero creyendo

I. Ser�a vano y presuntuoso intentar determinar positivamente cu�l fue la causa de la incredulidad de Tom�s, en la ocasi�n a la que se refieren estas palabras. Algunos se han esforzado por disculparlo por completo. Pero las pocas palabras enf�ticas de nuestro Salvador muestran claramente alg�n fallo en su mente, que no deb�a ser justificado. De lo contrario, no habr�a dicho: "No seas infiel". Sin embargo, est� muy de acuerdo con lo que todos sentimos en nuestro propio coraz�n, suponer que dos sentimientos se encontraron en la mente de Thomas.

Un sentimiento de orgullo del todo mal que, habiendo estado ausente el domingo anterior, con motivo de que Cristo se mostr� a sus otros disc�pulos, estando enojado consigo mismo, no le gust� recibir de los dem�s lo que tanto hubiera preferido haber presenciado �l mismo. Esta suposici�n se ve confirmada por la resoluci�n del lenguaje que usa al respecto, ya que nunca usamos un lenguaje decidido a menos que tengamos conciencia de una aflicci�n interior.

Y el otro sentimiento que Thomas probablemente ten�a en su mente era este, que deseaba que fuera tal como dijo; pero el mismo entusiasmo de su deseo se convirti� en su propio obst�culo, la intensidad de la luz hizo que la luz fuera invisible, en otras palabras, era "demasiado buena para ser verdad".

II. Ahora, t�malo de cualquier manera, o t�malo en ambos sentidos, y hay muchos Thomas. Pero, �d�nde estuvo el error de Tom�s? �Espera Dios que creamos con evidencia insuficiente? El error de Tom�s fue este: Cristo, antes de morir, hab�a dicho la palabra, la hab�a pronunciado m�s de una vez, hab�a dicho "Resucitar�". Si el Se�or no hubiera dicho esto, Tom�s podr�a haber sido excusado; pues entonces s�lo habr�a sido un hombre incr�dulo; pero ahora, cuando se le dijo que Cristo hab�a aparecido, deber�a haber recordado lo que hab�a o�do decir al mismo Cristo.

�l era el responsable de hacer eso; y contra esa palabra de Cristo, �l no deber�a haber permitido que ninguna circunstancia de sentido o raz�n, por fuerte que sea, y por m�s que pueda contradecirla, pese una sola pluma. La inferencia es clara, que quien quiera ser bendecido debe sentir y demostrar que siente el reclamo absoluto, la certeza total y la supremac�a total de cada palabra del Dios Todopoderoso.

J. Vaughan, Cincuenta sermones, segunda serie, p�g. 335.

I. Nuestro Se�or no trata la duda de Tom�s como un pecado. No hay el menor rastro de falta en lo que le dice. Solo le dice que el suyo no es el estado m�s bendecido. El estado m�s bendecido es el de aquellos que pueden creer sin una prueba como �sta. Hay tales mentes. Hay mentes para quienes la prueba interna lo es todo. No creen en la evidencia de sus sentidos o de su mera raz�n, sino en la de sus conciencias y corazones.

Sus esp�ritus dentro de ellos est�n tan sintonizados con la verdad que en el momento en que se les presenta, la aceptan de inmediato. Y este es ciertamente el estado m�s elevado, cuanto m�s bendito, m�s celestial. Pero a�n as�, la duda de Santo Tom�s no era una duda pecaminosa.

II. La duda de Santo Tom�s es un tipo y su car�cter un ejemplo de lo que es com�n entre los cristianos. Hay muchos que a veces se sorprenden por extra�as perplejidades. Surgen dudas en sus mentes, o son sugeridas por otros, sobre doctrinas que siempre han dado por sentadas, o sobre hechos relacionados con esas doctrinas. �Qu� haremos cuando encontremos que surgen estas dificultades? (1) En primer lugar, no permitamos que se deshagan de nuestro agarre de Dios y de nuestra conciencia.

Por muy lejos que vayan nuestras dudas, no pueden desarraigarse desde nuestro interior, sin nuestro propio consentimiento; el poder que pretende guiar nuestras vidas con autoridad suprema. No pueden borrar de nuestro interior el sentido del bien y el mal, y de la eterna diferencia entre ellos. De esta manera, un hombre puede vivir a�n si no tiene nada m�s por lo que vivir, y Dios seguramente le dar� m�s en su momento oportuno. (2) Pero de nuevo, no tratemos esas dudas como pecados, que no son, sino como perplejidades, que son.

As� como no debemos dejar de aferrarnos a Dios, no nos dejemos imaginar que Dios ha abandonado su dominio sobre nosotros. De hecho, las dudas son tanto mensajeros de la providencia de Dios como cualquier otra voz que nos llegue. Pueden angustiarnos, pero no pueden destruirnos, porque estamos en las manos de Dios. (3) En todos estos casos, recuerde a Santo Tom�s y tenga la certeza de que lo que quiere Cristo lo dar�. No se le pide que crea hasta que sea completamente capaz de hacerlo; pero est�s llamado a confiar.

Bishop Temple, Rugby Sermons, primera serie, p�g. 90.

Referencias: Juan 20:29 . Spurgeon, My Sermon Notes: Gospels and Hechos, p�g. 172; TJ Crawford, La predicaci�n de la cruz, p�g. 174; C. Kingsley, Town and Country Sermons, p�g. 414; HW Beecher, Christian World Pulpit, vol. i., p�g. 329; W. Frankland, Ib�d., Vol. xxviii., p�g. 180; vol. ii., p�g. 340; Homiletic Quarterly, vol.

VIP. 1; J. Vaughan, Cincuenta sermones, segunda serie, p�g. 335; FW Robertson, Sermones, segunda serie, p�g. 268; G. Macdonald, Unspoken Sermons, p�g. 50; TT Lynch, Sermones para mis curadores, p�g. 33.

Versículos 30-31

Juan 20:30

I. Aqu� hemos establecido lo incompleto de la Escritura. Las naciones y los hombres aparecen abruptamente en sus p�ginas, rasgando el tel�n del olvido y caminando hacia el frente del escenario por un momento; y luego desaparecen, tragados de noche. No le importa contar las historias de ninguno de sus h�roes, excepto mientras sean los �rganos de ese soplo divino que, al respirar a trav�s de la ca�a m�s d�bil, hace m�sica.

La autorrevelaci�n de Dios, no los actos y las fortunas de sus siervos m�s nobles, es el tema del Libro. Es �nico en la historia del mundo, �nico en lo que dice y no menos �nico en lo que no dice.

II. Notice the more immediate purpose which explains all these gaps and inconsistencies. John's Gospel, and the other three Gospels, and the whole Bible, New Testament and Old, have this for their purpose, to produce in men's hearts the faith in Jesus as the Christ and as the Son of God. Christ, the Son of God, is the centre of Scripture; and the Book whatever may be the historical facts about its origin, its authorship and the date of the several portions of which it is composed the Book is a unity, because there is driven right through it, like a core of gold, either in the way of prophecy and onward-looking anticipation, or in the way of history and grateful retrospect, the reference to the one "Name that is above every Name," the Name of the Christ the Son of God.

III. Note el prop�sito �ltimo del todo. La Escritura no nos es dada simplemente para hacernos saber algo acerca de Dios en Cristo, ni solo para que tengamos fe en el Cristo as� revelado a nosotros; pero para un fin posterior, grande, glorioso, pero no distante, es decir, que tengamos vida en Su Nombre. La vida es profunda, m�stica, inexplicable con cualquier otra palabra que no sea ella misma. Incluye perd�n, santidad, bienestar, inmortalidad, cielo; pero es m�s que todos ellos.

La uni�n con Cristo en Su condici�n de hijo, traer� vida a los corazones muertos. �l es el verdadero Prometeo que ha venido del cielo con fuego, el fuego de la vida divina en la ca�a de su humanidad, y nos lo imparte a todos si queremos. �l se pone sobre nosotros, como el profeta se puso sobre el ni�o en el aposento alto; y labio con labio, y coraz�n palpitante contra coraz�n muerto, toca nuestra muerte, y se aviva a la vida.

A. Maclaren, Cristo en el coraz�n, p�g. 131.

Referencias: Juan 20:30 ; Juan 20:31 . Spurgeon, Sermons, vol. xxvii., n�m. 1631; G. Brooks, Quinientos contornos, p�g. 78; FD Maurice, Evangelio de San Juan, p�g. 443; J. Wordsworth, P�lpito de la Iglesia de Inglaterra, vol. iii., p�g. 233; Homilista, tercera serie, vol. iv., p�g. 233.

Versículo 31

Juan 20:31

La Trinidad revelada en la estructura de los escritos de San Juan

I.El Evangelio de San Juan comienza con una exposici�n solemne de la Divinidad del Verbo y del Hijo de Dios, considerada en su relaci�n inmediata con la Deidad del Padre, como encargada de representar su gloria inaccesible en el mundo del tiempo y de los sentidos. . Es la gloria del unig�nito del Padre. "El es el unig�nito Hijo, que est� en el seno del Padre, y le ha dado a conocer.

"Pero en las influencias del segundo, se descubre un nuevo poder, que toda la Escritura asigna a un tercer agente; y as�, en el breve prefacio, el Padre, el Verbo hecho carne, el Esp�ritu que act�a procedente de ambos, son representados ante nosotros ; el pr�logo de apertura presenta un resumen de todo el majestuoso drama que sigue.

II. El gran art�culo de fe que la Iglesia conmemora el Domingo de la Trinidad impregna las obras de San Juan, no s�lo como una verdad separada, sino como un principio rector; no s�lo en la fraseolog�a de las partes, sino en la estructura del todo. Vemos que para �l, la triple actividad del Padre, del Hijo y del Esp�ritu, era en verdad el abstracto de la teolog�a; es un poder pl�stico, que trabaja toda la masa de la composici�n hasta su tipo peculiar; algo as� como el principio vital de un marco organizado re�ne silenciosamente todo el agregado de part�culas en la forma definida apropiada para s� mismo.

Al hacer de esta triple distinci�n la base de todo su esquema de instrucci�n, San Juan les ha ense�ado no solo su verdad absoluta, sino su importancia relativa. Aprendiendo de �l la proporci�n de la fe, valoraremos con seguridad aquello que �l consider� m�s precioso. Si bajo esas breves pero maravillosas palabras Padre, Hijo y Esp�ritu estaba acostumbrado a clasificar todos los brillantes tesoros de su inspiraci�n; si en este molde cada narraci�n, cada exhortaci�n, fluye naturalmente; si sol�a ver, en la adoraci�n que se inclinaba ante esta misteriosa Tr�ada de poderes eternos, el �ltimo y m�s elevado acto de religi�n; no podemos equivocarnos en preservar el equilibrio que �l ha fijado.

Y si para �l esta gran creencia era m�s que una creencia, esta luz tambi�n era vida. Que tambi�n encontremos en la Trinidad, la base de la devoci�n pr�ctica, pura y profunda, hasta que, avivados por el poder de esta fe, los Tres que dan testimonio en el cielo den testimonio en nuestros corazones.

W. Archer Butler, Sermones doctrinales y pr�cticos, p�g. 64.

Referencias: Juan 20:31 . P�lpito contempor�neo, vol. viii., p�g. 275; Revista del cl�rigo, vol. i., p�g. 48; vol. iii., p�g. 289; FW Farrar, P�lpito de la Iglesia de Inglaterra, vol. xiii., p�g. 85. Juan 20 W. Sanday, El Cuarto Evangelio, p. 258.

Juan 20 ; Juan 21 J. Vaughan, Children's Sermons, vol. ii., p�g. 31.

Información bibliográfica
Nicoll, William R. "Comentario sobre John 20". "Comentario Bíblico de Sermón". https://beta.studylight.org/commentaries/spa/sbc/john-20.html.